Muhabid
Jasan es un tipo “interesante”. Su esposa Érika es una mujer “con
inquietudes”. Tienen un hijo, Álvaro (15 años, pálido y alto), que
representa a una categoría especial: el sensible espontáneo. La gente
con inquietudes y la gente interesante puede mezclarse y confundirse; el
sensible espontáneo es algo único, recortado. Tiene rasgos del tipo
con inquietudes, pero nunca resulta interesante. Lo suyo más bien es
repugnar. En un extremo está el genio, aquél capaz de convertirse en
una industria de producir historia personal, y en algunos casos obra. El sensible espontáneo está en el extremo opuesto.
Álvaro
era capaz de hacerte caer desde lo alto de un puente por alzar un brazo
hacia la puesta de sol. Mente siempre dispuesta, curiosidad
indiscriminada, lágrima fácil, estas son algunas de las características positivas del
sensible espontáneo. Las negativas son mucho peores todavía: torpeza,
espíritu poético, carácter de mercurio, hiperadaptable, y algún que otro
rapto de impostación maldita. El sensible espontáneo está siempre lleno
de buenas intenciones.
Érika,
la madre de Álvaro, era economista, pero le interesaban también la
política, la botánica, la literatura, el sumié, la decoración de
interiores, la grafología, los viajes espaciales, el folklore andino, la
música, la energía, la moda, los lugares exóticos, el budismo zen, el
tema OVNI, la pigmentación de telas, la antropología, la psicología, la
alimentación sana, y -quizá para sentirse más cerca de su hijo- la
informática. El padre de Álvaro era músico de cine. Había compuesto las
bandas sonoras de muchos films argentinos y europeos y últimamente
estaba ganando mucho dinero. Un estudio de Los Ángeles acababa de
contratarlo para trabajar a partir de marzo en la música de un film
exquisitamente perverso, exquisitamente comercial, así que, antes de
irse para arriba, se fue a la derecha, a la casa de veraneo de unos
amigos en Punta del Este.
Los
amigos eran Suli y Néstor Kraken. Suli era homeópata y Néstor Kraken
sociólogo. Los dos pertenecían a la categoría “interesante”. Eran
cultos, eruditos. Por momentos incluso inteligentes. Tenían una hija
llamada Rocío, de 12 años, con un defecto físico general, muy
perturbador si uno está sobrio cuando la mira: es hermosa por partes y
horrible en su conjunto. Se diría que da la impresión de haber sido
barajada más que concebida. Observarla es meterse de lleno en un vértigo
aritmético, de dolorosas combinaciones. Sus ojos, por ejemplo. Un
millón de mujeres (y de hombres) querrían tener ojos como los ojos de
Rocío, pero ninguno los aceptaría si la condición fuera que vinieran
acompañados por la nariz, que a la vez es perfecta (sola). Y así en
todas direcciones hasta el final.
Lo
perturbador del aspecto de Rocío tenía sin embargo un atenuante, que
era casi una bendición: no encajaba con su carácter. “Si fuese igual por
adentro que por afuera sería esquizofrénica”, le comentó Muhabid a
Érika durante el viaje en Ferry, en un momento en el que ambos creyeron
que Álvaro dormía. Muhabid estaba preocupado porque iban a pasar dos
semanas en la casa de los Kraken, y Álvaro se aburriría como una ostra
en compañía de Rocío. Érika no dijo nada; sabía que en realidad la
preocupación de Muhabid pasaba por otro lado… Muhabid sospechaba que
Álvaro era gay. Y Rocío no le permitía hacerse ninguna ilusión de sexo
para su hijo. Ni se le cruzaba por la cabeza que Álvaro pudiera
sentirse atraído por ella. Era una lástima, una oportunidad perdida.
Pero
Muhabid tenía razón; Rocío era una chica totalmente normal (todavía
virgen y caprichosa) aunque con una particularidad: era la chica más
cínica que había conocido. Hasta sus propios padres habían aceptado en
alguna ocasión que Rocío era “un poco agria”.
Durante
esa semana, Muhabid, Suli y Néstor bebieron dos botellas de whisky por
día y mantuvieron largas conversaciones muy interesantes que abarcaban
el arco completo de las principales actividades humanas. Saltaban de la
política al arte con una facilidad de gimnastas, disparando allá y
aquí nombres como Hitler, Warhol, Buda, Welles, en los momentos amables
-cuando el alcohol o la marihuana les bajaban las defensas y podían
permitirse citas y referentes simples-, y pulseando de tanto en tanto
con sus erudiciones de la manó de algún Altieri o algún Morovsky, en los
momentos en que todos sentían que dos semanas en la misma casa iba a
ser demasiado. Érika sólo tomaba agua mineral.
El
primer encuentro a solas entre Álvaro y Rocío fue en la playa, al
atardecer del segundo día. Hasta ese momento Álvaro se había limitado a
miraría con temor, y Rocío con desconfianza, A ella le molestaba la
actitud de Álvaro, que seguía la conversación de los padres con el ceño
fruncido, prestando muchísima atención, como si todo el tiempo
estuviera aprendiendo cosas nuevas. Era ridículo. De tanto en tanto,
incluso, se atrevía a decir algo, pero Rocío se daba cuenta de que no
eran opiniones sino meras “colaboraciones” con la charla, y se reía por
lo bajo con un gesto de desprecio. Esa tarde, cuando se encontraron por
primera vez a solas, lo primero que hizo Rocío fue preguntarle si venía
de hacerse la paja.
-¿Por? -dijo Álvaro.
Nunca
le habían hecho una pregunta así. Es verdad que Álvaro vivía haciéndose
la paja, y que enseguida se sintió descubierto, pero el azar de una
coincidencia entre los hechos reales y una pregunta cualquiera hizo que
se sintiera poco menos que violado. Así que no le quedó más remedio
que ser sincero:
-¿Cómo sabes?
-Se te nota en la cara -le contestó Rocío y lo miró de arriba abajo, como diciendo que también se le notaba en el cuerpo.
Se hizo una pausa.
Después Rocío giró sobre un talón, le dio la espalda y volvió a mirar el mar.
Hacía
mucho calor, y al mismo tiempo soplaba un viento helado. Las reacciones
elementales del cuerpo andaban a la deriva, oscilando entre el
encogimiento y la expansión. Todo, como en la frase anterior, se
disculpaba: era horrible y a la vez inevitable. El cielo estaba
encapotado, pero aun así sobraba luz. El horizonte era borroso, las
olas se sucedían bajas y lentas, como dormidas. Un chico dorado, un
grasa católico de San Isidro, aguardaba, sentado en su tabla de surf
(con la mente en blanco, llena de espuma), una ondulación de la que
pudiera decir: “¡Guau, qué ola!” Pero eso era algo que por el momento
no se daba.
La
contrariedad del grasa dorado era tan evidente que hasta Álvaro la
sintió. Álvaro estaba formateado para llevar de por vida la marca de su
cuna {varios meses antes de su nacimiento le habían mandado hacer una
cuna de maderas “elegidas con el corazón” después de un largo “proceso
de observación sensible” y trabajadas “artesanalmente desde el amor”
por un farsante carpintero que hacía su tarea en la parte luminosa del
mundo, con herramientas y materiales que no deberíamos prestar nunca a
nadie), así que sintió un escalofrío, y en el acto estuvo en desacuerdo
con Rocío. Fue increíble, porque ninguno de los dos había dicho nada
todavía.
Rocío
había captado la contrariedad del grasa incluso antes que el mismo
grasa. Hay que aclarar que Rocío la hubiera captado de cualquier manera
-es decir, aunque no hubiera habido ninguna contrariedad-, y que lo
habría dicho, quizá en voz baja (como si acabara de
descubrirlo, no de inventarlo) y precisamente por eso la contrariedad se
hubiera apoderado del grasa en el mar. El cinismo de Rocío hacía
magia. Álvaro se había detenido al verla; ahora reanudaba la marcha.
Así, en un abrir y cerrar de ojos, estuvieron ya instalados en el campo de la grosería.
-¿Y vos? ¿Te haces la paja también o…?
-Yo me hago la paja todos los días. ¿Querés saber por qué?
-Dale.
-Porque me gusta.
(En ese momento hubo una ola, pero el surfista estaba distraído y la perdió.)
-Qué raro… -dijo Álvaro después de pensar un rato largo en lo que acababa de ocurrir-, ¿Sabes que nunca había venido a Punta del Este?
El sensible espontáneo activa mecanismos de escape asombrosos: va hacia el glamour cuando lo humillan.
Rocío se dio vuelta y lo miró.
-Decime, ¿vos sos boludo o te pica el culo?
-¿Por? -preguntó Álvaro.
-¿Estamos hablando de la paja y me salís con Punta del Este? ¿Dónde veraneaste el año pasado?
-En Cancún.
-¿Y nunca te hiciste la paja allá?
-Uh, un millón de veces.
-¿Y entonces qué mierda te importa si viniste o no viniste a Punta del Este?
Álvaro
bajó la vista avergonzado y enganchó con el pulgar del pie derecho la
pinza de un cangrejo muerto, subiéndola y bajándola varias veces con el
dedo, como si lo conociera y estuviera saludándolo. Todavía con la
vista en el cangrejo, le preguntó la edad. Rocío le dijo que tenía 12 y
que estaba harta de decirlo: ese año ya se lo habían preguntado más de
veinte veces. Se sentó.
-Sentate -le dijo.
Álvaro se dejó caer de rodillas a su lado.
“Si yo fuera poeta”, pensó Rocío al verlo arrodillarse, “diría que acabo de tocar el corazón de un idiota.” Pero dijo:
-Apoya el culo que te quiero decir algo importante.
Álvaro obedeció. Le dio trabajo, pero obedeció. Cuando por fin estuvo sentado como ella quería, la oyó decir:
-Nunca me acosté con nadie. ¿Vos te acostarías?
-¿Con quién?
-Conmigo.
-¿Con vos?
-¡Puf!
-hizo Rocío, pero no se desanimó-. Ahora yo te digo “sí, conmigo”… y
vos me preguntas “¿Si yo me acostaría con vos?”… y yo te digo “sí, si
vos te acostarías conmigo”… y vos me decís “¿Cómo si yo me acostaría
con vos?”… y yo te digo “Álvaro…” y me da un poco de impresión decir tu
nombre, porque no te conozco y sin embargo te pregunto si te
acostarías conmigo…
-¿Vos querés que yo me acueste con vos?
-¿Ves lo que te digo? Sos un -parpadeó- pajero.
Se levantó, harta.
-Vos no te perdiste nada. Yo perdí una oportunidad. Chau -dijo y se fue.
Álvaro
se quedó ahí parado un rato largo pensando con el lóbulo paterno que
Rocío tenía algo “interesante” después de todo. Era honesta, sincera,
valiente, y había que reconocer que dominaba como pez al agua la
economía de palabras: con apenas un puñado de frases había llegado al
extremo de invitarlo a coger, además de sacarle que era un pajero.
Esa noche, y durante todo el día siguiente, la evitó a conciencia.
De
los cuatro adultos, Érika era la única que no bebía. A pesar de ese
defecto participaba de las charlas alcoholizadas de los demás, iba de
buen humor a la playa con ellos, ayudaba en la cocina, pero lo cierto
es que pasaba mucho más tiempo sola, apartada. Había llevado una carpeta
con grandes hojas de dibujo y unas acuarelas y solía sentarse a la
sombra de un árbol a pintar y fumar. Fumaba marihuana de la mañana a la
noche. Estaba en otro mundo, de hecho infinitamente mejor y más sano
-según ella- que el mundo de alcohol en el que nadaban los demás.
Muhabid, por ejemplo, era un hombre duro e insensible que llevaba
adelante su carrera de artista a fuerza de técnica y aplicación. No
tenía ningún talento, pero le hubiera ido bien en cualquier parte. Era
la gota destilada de la eficacia, la esencia misma de la madurez. Y a
pesar de eso una tarde, en mitad de la botella, se sintió repentinamente
agotado, harto de tanta conversación; salió de la casa diciendo que
iba a tomar un poco de aire, se metió en el bosque y oyó de pronto,
amplificado, el ruido de sus pasos sobre las hojas secas: lo aturdía.
Quedó inmóvil.
Entonces
sintió un cosquilleo en el cuello. Era un bichito redondo, con ojos
amarillos delineados en negro, un bichito obeso, inofensivo, atónito,
que hacía pensar en lo inservible, en algo ajeno al ecosistema o por
fuera de él. Muhabid notó que la naturaleza había provisto al insecto de
una dura coraza roja para que tuviera al menos una chance de mantener a
salvo su inutilidad. ¿Por qué era tan ignorante la naturaleza? Muhabid
puso al insecto con cuidado sobre el tronco de un árbol y, para no
mancharse las manos con sangre, se sacó una ojota y lo aplastó. Después,
mientras salía corriendo del bosque, se llevó a Érika por delante.
Muhabid dijo algo ridículo, algo así como “¡Oop!”, rebotó y antes
de caer de espaldas dio varias zancadas hacia atrás tratando de
recuperar el equilibrio. Érika soltó una carcajada, pero enseguida se
puso triste: la imagen de su esposo trastabillando era una más de entre
las cien imágenes que en el último año le decían que ya no estaba
enamorada de ese hombre. Lo ayudó a levantarse, cruzaron un par de
palabras y se fueron cada cual por su lado. Érika se metió en el bosque a
pintar.
Había
abollado una de las hojas y ya promediaba el segundo fracaso cuando
oyó algo que le llamó la atención. Se levantó, zigzagueó un poco por
entre los árboles y sorprendió a Álvaro masturbándose de pie, con la
malla en las rodillas y un dedo metido en el culo. Fue ese dedo lo que
la hizo llamar:
-¡Álvaro!
Se arrepintió en el acto.
El
pobre Álvaro ni la miró. Ni siquiera se movió. Quizá cambió
milimétricamente la posición del cuerpo, pero lo cierto es que se las
ingenió para adoptar el aire inocente y en babia del que orina, y dijo
con voz tranquila:
-Ya voy…
Milagrosamente, logró apoyar la ficción con un chorro de pis.
Lo único raro era el dedo en el culo.
Érika no pudo soportarlo. Dio media vuelta y se fue.
Entró
a la casa con palpitaciones. Nadie lo notó y ella no dijo nada. Esa
noche, durante la cena, debió esforzarse para no mirar a su hijo; de
pronto no quería hacer otra cosa que mirarlo. Hay que reconocer que no
es lo mismo para una madre, por más culta y sensible que sea, ver a su
hijo masturbándose que verlo humillado con un dedo en el culo mientras
suben y bajan sin posarse nunca los velos del simulacro. Álvaro, por su
parte, se metió más que nunca en la charla de los mayores,
recordándoles dónde estaban cada vez que perdían el hilo, e incluso
atreviéndose a censurarlos si se ponían cínicos o maliciosos. Estaba
seguro de que no había salido bien parado del episodio con su madre,
pero tenía la esperanza de borrar el impacto de la escena con una buena
dosis de naturalidad.
Rocío
lo observaba y le parecía más estúpido que nunca. Al otro día en la
playa se lo hizo saber. Los adultos comían choclos; Álvaro estaba en la
orilla haciéndole monerías a un extraño, un bebé de menos de un año de
edad que lo miraba inmóvil, sentado en la arena como un muñeco de goma
al borde del llanto. Rocío se había pasado buena parte de la mañana
azotando el aire con una vara de mimbre que había traído de la casa: le
encantaba el sonido. Con esa vara le tocó un hombro.
-Álvaro -le dijo-, ¿vos sos siempre así?
Álvaro
hizo un movimiento brusco, con la intención de atrapar al bebé, que se
caía de costado, pero un hombre rojo con malla blanca y gorro azul, como
la bandera de Francia, le ganó de mano. Después dijo:
-¿Así cómo?
-Como hoy en la mesa. Te la pasaste diciendo boludeces. ¿Pensaste en lo que te dije? ¿Querés acostarte conmigo sí o no?
-No.
-¿Por qué?
-Porque sos muy chica.
-¿Y qué tiene?
-Yo tengo 15 años… Además vos a mí no me bancas.
-Es verdad. Por eso quiero hacerlo con vos. Porque quiero perder la virginidad pero no quiero enamorarme -y se rió.
-Vos estás mal de la cabeza…
-No. Me río, pero te juro que es verdad. Yo jamás me podría enamorar de alguien como vos.
-Ni yo de vos.
Rocío negó en silencio con la cabeza, de golpe triste.
-”Ni yo de vos” -murmuró-. ¿Cómo vas a decir eso?
-Lo dijiste vos.
-Decirlo
está bien, pero repetirlo… -su tono era de decepción-. Me decís que no
te podés acostar conmigo porque sos mucho más grande que yo y después
repetís lo que digo…
-¿Sabés
qué creo yo? -dijo Álvaro. Ahora estaba indignado-. Yo creo que hay
gente que está en este mundo solamente para que el mundo sea cada día
un poquito peor de lo que es, y que vos sos una de esas personas.
Tomó aire.
Rocío
no. Rocío lo miró y sus labios se entreabrieron lentamente, como si
acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Álvaro, cuya sensibilidad
crecía a cada momento, como un cáncer, sintió que había sido injusto,
demasiado duro con ella. Alzó una mano para empezar una disculpa, pero
en ese momento Rocío dijo:
-No
puedo creer la grasada que dijiste. Te juro por mi madre que nunca oí
una cosa así. Es la cima, Álvaro. Si alguien te pregunta dónde estás,
vos decí que estás en la cima. No importa la cima de qué. Vos decí que
estás en la cima y vas a ver que todo el mundo te entiende.
Álvaro dejó caer la mano.
-Insoportable… -dijo.
Mientras
Rocío se alejaba, a Álvaro se le cruzaron por la cabeza un montón de
supersticiones propias del sensible espontáneo: que la gente
inteligente es progresista en política, que cualquier persona merece ser
escuchada, que en todas partes hay poesía, que en esencia el ser humano
es bueno y que los chinos son los mejores acróbatas del mundo, entre
otras. Fue como si, para no derrumbarse, repasara o tanteara los
cimientos sobre los que creía estar en pie. Y lo hizo tan bien que tuvo
una erección.
Era demasiado. Aprovechando el impulso, salió en busca de Rocío.
Estaba
tan furioso que abrió sin ruido la puerta de su cuarto. Rocío lloraba
boca abajo sobre la cama. Tenía la cara hundida en la almohada y
empujaba su cabeza hacia abajo con las manos enlazadas sobre la nuca,
como si quisiera hundirla todavía un poco más.
Álvaro,
que había venido volando, frenó en seco y sus pies se posaron
lentamente en el suelo. No era lo que esperaba encontrar; no era el
momento de devolver la bofetada, pero tampoco tenía ganas de consolarla.
Así que empezó a dar la vuelta, decidido a irse. Entonces Rocío dijo:
-¡Quedate ahí!
Era una orden.
Rocío
lloró un momento más. Álvaro, mientras tanto, permaneció allí de pie,
mudo como una estaca, mirándola. Le llamó la atención el llanto de
Rocío, que resultaba desgarrador aun sin recurrir al espectáculo. Quizá
el llanto le había llamado la atención no por ser genuino sino por el
hecho de que Rocío era como el Frankenstein de un esteta perverso, un
monstruito facetado, un… Hum, se dijo. La cola no estaba del todo mal…
Si uno limitaba el campo de observación a la marca rojiza de la silla
sobre la que había estado sentada un momento antes y que cortaba sus
piernas por la mitad, si uno miraba hasta allí, sin pasarse ni un
centímetro, era realmente una linda cola. Le gustaron también las
pantorrillas y las plantas de los pies, suaves y blancas, pero el
efecto del conjunto cola-piernas arruinaba la cola o las piernas, y
Álvaro eligió la cola. Incluso extendió hacia ella una mano. Rocío dijo
con voz de adivina:
-¿Me vas a tocar?
No era una pregunta: era un pedido, casi una súplica.
Álvaro
se solidarizó con ella sin conmoverse. Dio un paso adelante, suspiró
-como si se tratara de un trabajo que alguien debía hacer después de
todo- y se acostó a su lado.
Entonces pasó algo extraordinario.
Rocío
se puso de rodillas, metió la punta de los dedos entre la cama y la
espalda de Álvaro y con una leve presión hacia arriba le dio a entender
que lo quería boca abajo. Álvaro estaba de pronto tan excitado que no
pudo hacer otra cosa más que obedecer. Se dio vuelta… cerró los ojos…
Rocío estiró un brazo por encima de la espalda de Álvaro, presionó el
botón play del equipo de música y en el acto arrancó un tema de Enrique Iglesias.
-¿Quién es? -preguntó Álvaro en un hilo de voz.
-Shh… -dijo Rocío.
Y
empezó a bajarle la malla. Lo hizo muy despacio, jugueteando. La malla
se atascó en mitad de las nalgas y Álvaro se arqueó para que Rocío
terminara de bajarla, hasta que el culo quedó completamente al aire. El
slip, como una red de pesca, había capturado una pija, dos pelotas y
una raya y se resistía a soltarlos, pero a Rocío le bastó con un suave
tirón para liberar a esas presas exquisitas. Álvaro dejó escapar un
gemido obvio, de placer. Rocío, de rodillas entre las piernas abiertas
de Álvaro, se puso a acariciarle la raya del culo con un dedo,
moviéndolo suavemente arriba y abajo.
-La puerta… -pidió Álvaro en un murmullo agónico-, cerrá la puerta…
-No, dejá, así escuchamos si viene alguien… -le dijo Rocío sin dejar de acariciarlo.
Álvaro
estaba en el cielo. La boca entreabierta… los párpados llenos de
estrellas… Dudaba sobre si debía darse vuelta y penetrarla de una vez
por todas o seguir el impulso de quedarse así. Quedarse como estaba era
un impulso, sin duda, porque había resuelto que debía darse vuelta y
penetrarla y no podía, no tenía fuerzas para cambiar de posición.
Alcanzó a pensar “Esta chica sabe lo que hace”, y se entregó.
Eran
vírgenes los dos. Y lo notaban. Cada cual, a su modo, notaba su propia
virginidad, como expertos sin experiencia, por lo fácil que les
resultaba todo: no había que hacer nada aparte de dejarse llevar.
Pero
Álvaro se había excedido. En poco menos de cinco minutos de caricias
ya estaba en cuatro patas agitando el culo en alto como una bandera.
Cualquier otra mujer, incluso otra chica de la edad de Rocío, se hubiera
sentido decepcionada. Rocío no. Rocío se pasó literalmente la lengua
por los labios, descorrió con un dedo el slip de su traje de baño
(dejando al aire una pijita inescrupulosamente rosa, de un rosa
enharinado) y avanzó de rodillas sobre la cama hacia el culo del idiota.
Lo
que sintió Álvaro con el primer contacto fue casi tan intenso como lo
que sintió cuando oyó la voz de Kraken -el sensible espontáneo se
calienta mucho menos de lo que se asusta-:
-¡Chicos!
Ellos,
por supuesto, dieron un salto, y por un momento (antes de correr
desordenadamente en busca de algo con qué taparse) le apuntaron con sus
lanzas. Hay que decir que Rocío, ágil como era, le apuntó un poco más,
porque Álvaro tardó en reaccionar y durante unos cuantos segundos quedó
solo sobre la cama con el culo para arriba, una imagen de sí mismo que
lo perseguiría hasta la tumba.
Mientras
tanto (es increíble la cantidad de cosas que pueden registrarse en los
momentos más triviales de la vida de un hombre) Kraken trastabillaba. Si
en ese momento hubiera habido un cardiólogo presente… Yo sé que lo del
cardiólogo en el cuarto es disparatado, pero me juego la cabeza a que
el cardiólogo hubiera dicho que lo de Kraken era un infarto. ¡Y al mismo
tiempo nada más equivocado! Porque Kraken se llevó una mano a la
garganta y se puso blanco, sí, pero le bastó retroceder un paso para
abandonar el cuarto.
A los chicos no, a ellos les llevó todo el día. Ellos sí que la pasaron mal.
Un minuto después de haberlos descubierto, Kraken le servía un whisky a Érika. -¿Hielo?
-¡Kraken! -dijo Érika, divertida-. ¡Yo no tomo! -¿Te pasa algo, Kraken? -le preguntó su esposa Suli desde el sofá.
Él dijo que no y preguntó por qué. -A mí hoy al mediodía me ofreciste un porro. ¿No sabes que yo no fumo?
Muhabid,
que seguía la escena desde la puerta mientras se sacaba la arena de los
pies, se dio cuenta de que las mujeres habían empezado a competir.
Mentalmente, se persignó. Podían llegar a ser extremadamente ridículas e
hirientes. Por su parte, Kraken, al oír el gritito de Érika diciendo “¡Yo no tomo!”, y
mientras miraba cómo el obsesivo de Muhabid se daba en los pies
muchísimas más palmadas de las necesarias, reconoció que el malestar
que sentía estaba relacionado con Muhabid y Érika y no tanto con lo que
acababa de ver en el cuarto. Había llegado la hora de ser cobarde:
jamás le contaría a Suli, ni a nadie, lo que había visto. Siempre
había sabido que eso iba a ocurrir, estaba preparado y podía
arreglárselas solo. Después de todo, ¿qué tenía de inquietante que su
hija hermafrodita y menor de edad le rompiera el culo al hijo de su
invitado? Pensando en ellos se sintió mejor. Realmente no los soportaba
más.
Pasaban
cosas a una velocidad asombrosa. El pudor de Érika, que huía de la
mirada de Álvaro desde la escena en el bosque, había envejecido
alucinatoriamente a la luz del último episodio. El interés por el otro
se redujo primero a cortesía y después a mera conversación (con
permanentes relámpagos de odio explícito allá y aquí). Lo único que
estaba en armonía era el hecho de que todo era mutuo.
De
un momento a otro Muhabid y Érika se irían de allí. Eran gente
civilizada, perceptiva, llena de buenas excusas, pero estaban todavía un
poco atontados por la sorpresa: Suli y Kraken les habían resultado
siempre muy interesantes. ¿Por qué ahora no los soportaban?
Rocío
sabía que esa era una pregunta simple y que los padres de Álvaro se la
responderían pronto y se irían rápidamente de allí, pero ella vivía
ajena a todo. ¿Qué le importaba? ¡Que se fueran!
Se había enamorado.
Álvaro,
en cambio, la perseguía con una tenacidad que daban ganas de matarlo.
La miraba, la escuchaba, le hablaba, la buscaba, le sonreía, la
esperaba, la entendía. Rocío no sabía cómo hacer para sacárselo de
encima. En general le daba vuelta la cara y sacudía una mano en el aire,
como si Álvaro fuera una mosca. Lo más amable que hacía era mirarlo
fijo y negar lentamente y en silencio con la cabeza.
Álvaro andaba enloquecido. Nunca había estado tan caliente.
-¿Qué te pasa, por qué me rechazas así? -le preguntó una tarde después de haberla corrido y arrinconado contra un pino.
Rocío se cruzó de brazos y lo miró un momento como estudiándolo.
-Vos lo único que querés es coger, ¿no? -le dijo.
Todo su cinismo había sido barrido de un plumazo. Sí, por amor.
-Para nada -dijo Álvaro, todavía agitado por la carrera-. ¿Por qué pensás eso?
-No sé, me parece… -dijo ella.
-Y después de todo qué, ¿vos no? -le preguntó Álvaro.
-¿Yo no qué?
-¿Vos no querés?
-Sí -dijo Rocío-. Pero no lo voy a hacer.
-¿Y por qué no? Si querés.
-Porque lo único que querés vos es eso.
-¡No!
-dijo Álvaro y echó un vistazo a izquierda y derecha, más para darse
tiempo de pensar que porque creyera que alguien podía verlos-. A mí me
pasó algo con vos…
(Por el momento eso fue lo único que se le ocurrió.)
-No te creo nada -dijo Rocío.
-No, en serio, créeme. Y te digo más: antes no te aguantaba, me parecías insoportable. Listo, te lo quería decir. Pero ahora…
-Déjame -dijo Rocío.
-Espera, no te vayas… -Soltame.
Álvaro
la había agarrado de un brazo. -¿Qué fue lo que pasó? ¡La estábamos
pasando tan bien! Escúchame, Rocío… Dame un beso… Ok, ok, escúchame… Te
juro por Dios y por mi madre que es verdad que algo me pasó… No sé,
nunca me había pasado una cosa así… -Basta -dijo Rocío.
Se
desprendió de Álvaro y se echó a correr hacia la casa. Álvaro amagó
seguirla, pero desistió al ver a pocos metros de allí, en el jardín, a
sus padres discutiendo. Hablaban en susurros pero hacían gestos
ampulosos, dando la impresión de que discutían sin sonido. Así que
cambió el paso.
A
mitad de camino cambió también la dirección; Kraken se le venía de
frente. Fingió haber visto alguna cosa en el suelo, fue hacia allí, se
inclinó, la tocó con un palo, la alzó en su mano, se incorporó, volvió
sobre sus pasos y la arrojó con fuerza hacia el bosque. A su regreso,
la discusión de sus padres continuaba, pero ahora se les había unido
Kraken. Los tres agitaban los brazos como asteriscos, emitiendo un
sonido de chisporroteo eléctrico que no se interrumpió ni siquiera
cuando él pasó por allí, aunque su madre y Kraken giraron las cabezas
para seguirlo con la vista.
Buscó
a Rocío por toda la casa, hasta en los baños. Precisamente desde el
interior del segundo baño le llegó la voz aflautada de Suli diciéndole
que Rocío acababa de salir. Álvaro fue a la playa y caminó arriba y
abajo buscándola, pero la vio de nuevo recién a la noche, durante la
cena. Rocío había pasado el resto del día en compañía del hijo de un
vecino que acababa de llegar a Punta del Este y lo había traído a
comer. Se llamaba Rosendo, tenía 14 años y una cara de imbécil que
rajaba la tierra. Era obvio que había recibido la educación justa para
triunfar: se mantenía en un silencio despectivo, ni espeso ni ausente, y
precedía sus frases con un gesto que lo decía todo, de manera tal que
sus palabras sonaban redundantes, tranquilizadoras. Sabía a la
perfección que lo que importaba era el timbre, el tono, la cadencia y la
actitud, jamás el concepto. Y lo hacía muy bien. Álvaro estaba
convencido de dos cosas; una, que en algún momento de su vida Rosendo
dominaría una parcela del mundo; otra, que Rocío lo había invitado a
comer para darle celos a él. Se sonrió. Si Rocío quería darle celos era
porque él le importaba. Lo que no entendía era por qué Rosendo lo
miraba así. Lo supo esa misma noche, después de la cena. Rosendo se le
acercó de golpe y le dijo:
-Si le contás a alguien el secreto de Rocío te mando matar.
-¿Qué
secreto? -le preguntó Álvaro a Rocío un par de horas después. Todavía
tenía acelerado el corazón-. ¿Hiciste el amor con él?
Eran
las once de la noche. Rocío estaba acostada. Álvaro se había metido en
el cuarto en puntas de pie y se había sentado en el borde de la cama.
Llevaba puesto nada más que un calzoncillo boxer blanco.
-Contéstame, ¿hiciste el amor con él? -repitió Álvaro-. ¿Te acostaste con él y conmigo no querés?
El
calzoncillo blanco era lo único que se veía de Álvaro en la oscuridad
del cuarto, pero él igual adoptó un aire casual mientras estiraba una
mano en dirección a la entrepierna de Rocío. La mano se deslizaba
lentamente en el aire, a centímetros de la manta, sin rozarla,
modificando incluso la altura de acuerdo a los desniveles del terreno.
El plan de vuelo incluía un brusco descenso más adelante.
-No te importa.
-Me dijiste que eras virgen…
-Te mentí.
-¿Y
entonces? ¡Con más razón! Si no sos virgen qué problema tenés, acostate
conmigo también y listo… -dijo Álvaro con la mano ya sobre el objetivo.
Pero entonces Rocío exclamó:
-Estúpido, estúpido -se puso boca abajo y empezó a llorar.
-¿Qué pasó?
-Andate…
-¿Qué te dije?
Silencio. Llanto apagado.
-Rocío…
no sé… perdoname… ¿qué fue lo que te puso así? , -¿Querés hacer el amor
conmigo? -preguntó Rocío poniéndose de nuevo boca arriba sobre la
cama. Ya no lloraba.
A Álvaro la pregunta lo sorprendió.
-¿Acá? -dijo.
Ya
se habían acostumbrado a la oscuridad y empezaban a verse los gestos
de duda y asentimiento. Rocío dijo que sí con la cabeza. Álvaro frunció
el ceño y echó apenas la cabeza hacia atrás. Dios mío, era lo que más
deseaba en la vida y justo ahora que se lo ofrecían le parecía
inapropiado el lugar. Sus padres (los padres de Álvaro) dormían en el
cuarto de la izquierda y los de Rocío en el cuarto de la derecha. Se
sintió rodeado.
-Sácala -le dijo Rocío.
-Qué.
-Sácala -repitió Rocío.
Álvaro entendió que decir dos veces “sacala” quiere decir “eso”.
Por las dudas, se miró.
-Dale -insistió Rocío.
Álvaro
pensó que Rocío se la iba a chupar. La idea no lo entusiasmaba mucho
que digamos, pero no podía decir que fuera un mal comienzo.
Y, a pesar de los ronquidos y silbidos y toses de los padres, la sacó.
-Dale.
-¿Dale qué?
-Hacete.
-¿Que me haga…?
-¡La paja, nene!, ¿qué va a ser?
-¿Vos querés que yo me haga la paja?
Por un momento el calzoncillo de Álvaro hizo juego con los ojos en blanco de Rocío.
-Es lo único que podemos hacer acá.
-Pero Ro…
-No me digas Ro. Dale, no seas boludo, si te morís de ganas…
-Nunca me pidieron esto…
-Nunca quisieron verte. Yo quiero verte.
-Cerrá los ojos…
-¿Y qué gracia tiene?
-Déjame tocarte… -rogó Álvaro.
-No, puede entrar alguien.
(Silencio.)
-¡Dale!
-¿Y si mejor me la haces vos?
-Ándate, Álvaro. Me tenés harta.
-Bueno,
está bien, está bien -dijo Álvaro. Se agarró la pija con la mano
derecha, hizo una pausa, pensó si lo que iba a hacer estaba bien o mal, y
acto seguido se masturbó a la velocidad del rayo. Después dijo:
-Ahora vos.
Rocío no lo podía creer.
- ¿Así te haces la paja? -le preguntó.
-Sí, no sé, qué se yo, dale -dijo Álvaro apurado-, te toca a vos.
-Ni loca.
-No me cagues. Habíamos quedado en eso.
-No es verdad.
-¿No dijimos que yo me hacía la paja primero y después te la hacías vos?
-No.
-Bueno, igual. Te toca.
-No, no me toca nada.
-¿Querés que te la haga yo?
-¡Ni en pedo!
-¿Por?
-Porque no quiero, mirá qué simple.
-Es injusto…
-¿Qué tiene que ver la justicia acá?
-Entonces me hago otra yo, pero me la haces vos -dijo Álvaro con la sintaxis a flor de piel.
-¿Te das cuenta de lo grosero que te pusiste en estos días? -le preguntó Rocío.
-Y qué importa. ¿Me dejas que te vea?
-Basta.
-Dejame verte un cachito, nomás. Un minuto.
Rocío bostezó.
-Tengo sueño… -dijo.
-Yo estoy más fresco que una lechuga…
-En serio, Álvaro, quiero dormir, es tarde.
-¿Qué te pasa conmigo?, ¿por qué me tratás así? Me decís que querés hacer el amor conmigo y cuando yo quiero vos no querés…
-Histeria.
-No me jodas. Dame algo aunque sea… no sé…
-Estás
tan caliente que das lástima. ¿No te das cuenta de que yo me enamoré de
vos? Te dije que quería acostarme con vos porque estaba segura que
nunca me iba a enamorar de alguien así, pero me equivoqué. Y sufro. Y
sé que si te doy el gusto me voy a enamorar más y voy a sufrir más y no
quiero.
-Le tenés miedo.
-¿A qué?
-AI amor, a qué va a ser.
-Sí.
-No le tengas miedo…
-No, no le tengo miedo al amor. Tengo miedo de sufrir, de sufrir más que ahora. Yo no soy una chica normal…
-No digas eso.
-Es la verdad. Lo sabes. No quiero. Ándate a dormir, por favor, déjame sola.
-Rocío…
-Mira
-dijo Rocío incorporándose de pronto en la cama y clavándole los ojos
inyectados en sangre-, o te vas ya mismo o te juro por Dios que grito.
-¡Epa! -dijo Álvaro, asustado.
No dijo nada más.
Se
levantó, fue a su cuarto, se metió en la cama, meditó unos segundos en
lo que había ocurrido y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos había
sol y él tenía una cáscara tirante en el mentón. Estaba angustiado. No
se levantó enseguida; se quedó pensando. Mientras quitaba la cáscara
con los dedos repasó lo que había hecho en el cuarto de Rocío la noche
anterior y, yendo un poco más atrás en el tiempo, la amenaza de Rosendo,
la cena, la discusión de sus padres en el jardín… Un momento. La cena.
Ahí había algo. ¿Qué había en la cena?
Jamón con melón.
Pollo frito, salsa de arándanos.
Endibias y remolachas.
Vino blanco, vino negro, peras, helados, mucho vino.
Nunca,
desde la llegada a la casa, habían comido tan bien ni habían sido tan
bien tratados. La charla, incluso, saltó como un engranaje y se puso a
girar alrededor de nada -anécdotas, anécdotas dramáticas, risueñas-:
por primera vez en once o doce días de convivencia eran todos sinceros.
Qué bien que la estaban pasando.
Qué bien que la estaban pasando.
-El
otro verano fuimos a una islita en Brasil. Muhabid, Álvaro y yo, y un
amigo de Álvaro que, bueno, tiene un problemita mental y…
-Ocho años mental, como mucho -acotó Muhabid-, pero Álvaro lo adora.
Todos miraron a Álvaro y le sonrieron complacidos (mientras Rosendo lo miraba fijo y Rocío se reía por lo bajo).
-El
amiguito de Álvaro… ¿te acordás, Álvaro? -siguió Érika-, tuvo un
retroceso. Imagínense: tiene la mentalidad de un chico de ocho años y
encima le da un retroceso. ¡Y estábamos en una isla! No saben lo que
era esa isla…
-Estaba llena de putos -acotó Muhabid.
-¡Y cómo se divertían! -exclamó Érika.
-¿Por
qué será que los putos se divierten así? -se preguntó Suli-. Yo soy
amiga de unos cuantos putos muy inteligentes, que deberían estar
angustiados, y sin embargo…
-Quién sabe -dijo Muhabid.
-Así
que con este amiguito de Álvaro encima… hum… no se nos hacía muy fácil
que digamos “disfrutar de la vida”, como dicen los chicos -siguió Érika.
Los chicos se miraron: nunca habían dicho una cosa así-. La veíamos
pasar. Todo el tiempo la veíamos pasar. Nos moríamos de ganas de
meternos en el quilombo y sin embargo no pudimos hacer otra cosa más
que verla pasar. Tomo tu pregunta, Suli. Realmente: ¿por qué será que
los putos se divierten así? ¿No es cierto, Muhabid, que nos
preguntábamos todo el tiempo eso?
Muhabid tenía un vaso de vino en la boca, pero igual asintió.
-Vi matrimonios con dos y hasta con tres chicos a upa mirando la fiesta de costado y les juro que me sentí como ellos, o peor…
-Te morías de ganas, eh -le dijo Kraken con una sonrisa dudosa.
-Créeme
que sí -dijo Érika-. Y no solamente yo… -añadió mirando de reojo a
Muhabid, que no se sintió aludido, aunque allá en la isla había hecho
varios papelones-. Música todo el día, porro, sexo, alcohol, poca
charla, mucha mirada. Estaba todo en el mero plano de la onda.
-¿Mero? -dijo Muhabid-. ¡Eso era puro desenfreno!
-Qué feo que te pase una cosa así -comentó Suli-. Uno ahí lleno de hijos, o con un invitado mogólico, como te pasó a vos, y ellos bailando ajenos a todo. No, no es justo, qué querés que te diga.
-Estuve una semana pensando cuál sería el castigo ideal para los putos y te juro que no lo encontré. ¡Son invulnerables!
-Yo les prohibiría el equipo de música -dijo Kraken. Y todos, incluidos Rocío y Rosendo, estallaron en carcajadas.
¿Por
qué de pronto la pasaban tan bien?, se pregunto Álvaro, todavía en la
cama. ¿Habían ido al Casino, habían ganado? ¿Qué se traían entre manos? (Tenían -aparte de copas y cuchillos, aparte de vajilla- algo en las manos) Si.
Sí.
Álvaro
repitió “sí” unas tres o cuatro veces y noto que nunca (en el tiempo
que llevaban allí) había oído a nadie usar esa inocente palabrita capaz
de cortar el paso a la argumentación más sólida y mejor articulada del
mundo. “Sí”. Qué curioso, se dijo. Ahora que lo entendía todo, “sí” era
de pronto un monosílabo triste.
Sus
padres y los padres de Rocío la habían pasado tan bien esa noche por la
sencilla razón de que estaban despidiéndose. No se toleraban más.
Habían bajado la guardia. Era hora de irse. Irse hasta quién sabe
cuándo, quizá para siempre. La idea de irse sin haber consumado… la idea
de irse sin haber resuelto su… No pudo continuar. Estaba seguro de que
si seguía adelante iba a chocar con su sexualidad, y a él lo apremiaba
-y angustiaba- otra cosa: coger o no coger.
Saltó
de la cama (la erección de la noche anterior se disolvió recién
entonces) y fue corriendo hasta el living. Tenía razón. Su madre
acomodaba una valija al lado de otra mientras su padre, ajeno al
esfuerzo de la esposa, ensayaba en voz baja un agradecimiento
imposible. Se le notaba en la tensión del cuerpo que no iba a decirlo
bien. Tenía la cara contraída y daba un puñetazo tras otro a cada
palabra, incapaz de decir “gracias” sin haber luchado.
-Qué, ¿se van? -dijo Álvaro.
-¿Nos vamos?
¿Por qué, vos te querés quedar? -le preguntó Érika con ironía. Había
arrastrado la valija de un obsesivo y estaba agotada, pero aun así
mantenía la ironía intacta.
-¿Qué pasó?
-Te cuento en el barco -le dijo el padre.
-Pero cómo, ¿no nos quedábamos hasta el 7? -preguntó el inconsciente de Álvaro.
-No.
Vamos, vestite y vamos que tu madre está tratando de despertarte desde
hace rato. A las diez y media sale el barco. Si lo pierdo, Álvaro… te
juro que si lo pierdo por culpa tuya te…
Sí, mejor no lo decía.
A las ocho y media iban los seis en el auto de Kraken. Era temprano todavía, pero la ruta ya estaba llena de espejismos.
Muhabid
y Érika iban adelante. Néstor, Suli y Álvaro iban atrás. Rocío iba en
el medio: el trasero en el asiento de atrás y la cabeza en el de
adelante. Nadie decía nada. Hasta la radio estaba apagada.
Durante
el viaje Álvaro fantaseó en más de cien oportunidades con sacar una
pistola, asesinar a sus padres y a los padres de Rocío, agarrar el
volante, detener el auto y violar a la chica con la boca, con la mano y
con el culo, pero entonces los ojos se le llenaban de lágrimas… y
además no sabía manejar.
Se
reprimió tanto durante el viaje que cuando por fin llegaron al puerto
le costó salir del auto. Érika bajó las valijas, Muhabid y Kraken
intercambiaron chistes cortos, Suli le señaló a Rocío una horrible
canastilla de mimbre en un puesto turístico después de haberla salvado
de pisar un vómito diez metros atrás, y Álvaro todavía seguía ahí
sentado. No podía creer que estuviera yéndose. “Me rompió la cabeza”,
“no sé cómo voy a salir de ésta”, y “la puta madre que los parió” eran
las frases que más se habían cebado con él. Sentía, incluso, que era otro, y no precisamente mejor.
-¡Álvaro, vamos!, ¿qué haces? -gritó su padre entre un chiste y otro.
Recién entonces Álvaro bajó del auto.
En
un puestito de flores, a un costado de la Aduana, mientras los cuatro
padres se daban abrazos y besos falsos, alcanzó a Rocío, que volvía del
baño silbando como un hombre.
-Rocío
-le dijo Álvaro agarrándola de un brazo. Estaba agitado, no porque
hubiera corrido sino porque tenía poco tiempo-. ¿Qué pasó?
-Ya te lo dije: el amor. Me enamoré.
-¿Y cómo estás tan tranquila entonces? ¿No ves que me voy? ¿Por qué no quisiste hacer…?
Rocío lo interrumpió:
-Es una injusticia que yo me haya enamorado y vos no. Una injusticia con vos. Te lo perdiste. No sabés lo fuerte que es -le dijo.
-¡Álvaro! -llamó su madre desde lejos.
Álvaro miró a su madre y nuevamente a Rocío a la velocidad del rayo.
-Por favor… mostrame… -le dijo-. Antes de irme… de-jame ver…
Rocío
se sonrió. La idea pareció divertirla, aunque en verdad la demolía.
Echó un rápido vistazo a su alrededor. Después retrocedió un paso hacia
la esquina del edificio para quedar fuera de la vista de sus padres, y
le mostró. Levantó la pollera con una mano… bajó la bombacha con el
pulgar… Fue un segundo.
-Dios… -alcanzó a decir Álvaro.
Rocío soltó la bombacha. La pollera cayó de nuevo sobre sus muslos.
Muhabid apareció de pronto (enojado, enojadísimo) y lo agarró del pelo.
-¡Te dije que si pierdo el barco…! -dijo y se lo llevó a la rastra.
Eso fue todo.
Rocío oyó la voz de su madre a lo lejos, llamándola (“¡Rocío, que se van!”), pero
no se movió de allí hasta un par de minutos después. Salió de su
escondite sólo cuando estuvo segura de que Álvaro se había ido.
Entonces corrió, alcanzó a sus padres y se puso entre ellos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
-¿Dónde estabas? -le preguntó Suli.
Rocío no dijo nada.
Mientras caminaban los tres de vuelta hacia el auto, agarró el brazo izquierdo de su padre y se lo echó sobre los hombros.
Sergio Bizzio