sábado, 28 de septiembre de 2013

CINISMO, Sergio Bizzio

Muhabid Jasan es un tipo “interesante”. Su esposa Érika es una mujer “con inquietudes”. Tienen un hijo, Álvaro (15 años, pálido y alto), que representa a una categoría es­pecial: el sensible espontáneo. La gente con inquietudes y la gente interesante puede mezclarse y confundirse; el sen­sible espontáneo es algo único, recortado. Tiene rasgos del tipo con inquietudes, pero nunca resulta interesante. Lo suyo más bien es repugnar. En un extremo está el ge­nio, aquél capaz de convertirse en una industria de produ­cir historia personal, y en algunos casos obra. El sensible espontáneo está en el extremo opuesto.

Álvaro era capaz de hacerte caer desde lo alto de un puente por alzar un brazo hacia la puesta de sol. Mente siempre dispuesta, curiosidad indiscriminada, lágrima fácil, estas son algunas de las características positivas del sensible espontáneo. Las negativas son mucho peores todavía: tor­peza, espíritu poético, carácter de mercurio, hiperadaptable, y algún que otro rapto de impostación maldita. El sensible espontáneo está siempre lleno de buenas intenciones.

Érika, la madre de Álvaro, era economista, pero le in­teresaban también la política, la botánica, la literatura, el sumié, la decoración de interiores, la grafología, los viajes espaciales, el folklore andino, la música, la energía, la mo­da, los lugares exóticos, el budismo zen, el tema OVNI, la pigmentación de telas, la antropología, la psicología, la alimentación sana, y -quizá para sentirse más cerca de su hijo- la informática. El padre de Álvaro era músico de ci­ne. Había compuesto las bandas sonoras de muchos films argentinos y europeos y últimamente estaba ganando mu­cho dinero. Un estudio de Los Ángeles acababa de contra­tarlo para trabajar a partir de marzo en la música de un film exquisitamente perverso, exquisitamente comercial, así que, antes de irse para arriba, se fue a la derecha, a la casa de veraneo de unos amigos en Punta del Este.

Los amigos eran Suli y Néstor Kraken. Suli era homeó­pata y Néstor Kraken sociólogo. Los dos pertenecían a la categoría “interesante”. Eran cultos, eruditos. Por momen­tos incluso inteligentes. Tenían una hija llamada Rocío, de 12 años, con un defecto físico general, muy perturbador si uno está sobrio cuando la mira: es hermosa por partes y horrible en su conjunto. Se diría que da la impresión de haber sido barajada más que concebida. Observarla es meterse de lleno en un vértigo aritmético, de dolorosas combinaciones. Sus ojos, por ejemplo. Un millón de muje­res (y de hombres) querrían tener ojos como los ojos de Rocío, pero ninguno los aceptaría si la condición fuera que vinieran acompañados por la nariz, que a la vez es perfecta (sola). Y así en todas direcciones hasta el final.

Lo perturbador del aspecto de Rocío tenía sin embar­go un atenuante, que era casi una bendición: no encajaba con su carácter. “Si fuese igual por adentro que por afue­ra sería esquizofrénica”, le comentó Muhabid a Érika du­rante el viaje en Ferry, en un momento en el que ambos creyeron que Álvaro dormía. Muhabid estaba preocupado porque iban a pasar dos semanas en la casa de los Kraken, y Álvaro se aburriría como una ostra en compañía de Rocío. Érika no dijo nada; sabía que en realidad la preocupación de Muhabid pasaba por otro lado… Muhabid sospechaba que Álvaro era gay. Y Rocío no le permitía hacerse ningu­na ilusión de sexo para su hijo. Ni se le cruzaba por la ca­beza que Álvaro pudiera sentirse atraído por ella. Era una lástima, una oportunidad perdida.

Pero Muhabid tenía razón; Rocío era una chica total­mente normal (todavía virgen y caprichosa) aunque con una particularidad: era la chica más cínica que había co­nocido. Hasta sus propios padres habían aceptado en al­guna ocasión que Rocío era “un poco agria”.

Durante esa semana, Muhabid, Suli y Néstor bebieron dos botellas de whisky por día y mantuvieron largas con­versaciones muy interesantes que abarcaban el arco com­pleto de las principales actividades humanas. Saltaban de la política al arte con una facilidad de gimnastas, dispa­rando allá y aquí nombres como Hitler, Warhol, Buda, Welles, en los momentos amables -cuando el alcohol o la marihuana les bajaban las defensas y podían permitirse ci­tas y referentes simples-, y pulseando de tanto en tanto con sus erudiciones de la manó de algún Altieri o algún Morovsky, en los momentos en que todos sentían que dos semanas en la misma casa iba a ser demasiado. Érika sólo tomaba agua mineral.

El primer encuentro a solas entre Álvaro y Rocío fue en la playa, al atardecer del segundo día. Hasta ese momen­to Álvaro se había limitado a miraría con temor, y Rocío con desconfianza, A ella le molestaba la actitud de Álvaro, que seguía la conversación de los padres con el ceño fruncido, prestando muchísima atención, como si todo el tiempo es­tuviera aprendiendo cosas nuevas. Era ridículo. De tanto en tanto, incluso, se atrevía a decir algo, pero Rocío se da­ba cuenta de que no eran opiniones sino meras “colabora­ciones” con la charla, y se reía por lo bajo con un gesto de desprecio. Esa tarde, cuando se encontraron por primera vez a solas, lo primero que hizo Rocío fue preguntarle si venía de hacerse la paja.

-¿Por? -dijo Álvaro.

Nunca le habían hecho una pregunta así. Es verdad que Álvaro vivía haciéndose la paja, y que enseguida se sintió descubierto, pero el azar de una coincidencia entre los he­chos reales y una pregunta cualquiera hizo que se sintiera poco menos que violado. Así que no le quedó más reme­dio que ser sincero:

-¿Cómo sabes?

-Se te nota en la cara -le contestó Rocío y lo miró de arriba abajo, como diciendo que también se le notaba en el cuerpo.

Se hizo una pausa.

Después Rocío giró sobre un talón, le dio la espalda y volvió a mirar el mar.

Hacía mucho calor, y al mismo tiempo soplaba un viento helado. Las reacciones elementales del cuerpo an­daban a la deriva, oscilando entre el encogimiento y la ex­pansión. Todo, como en la frase anterior, se disculpaba: era horrible y a la vez inevitable. El cielo estaba encapo­tado, pero aun así sobraba luz. El horizonte era borroso, las olas se sucedían bajas y lentas, como dormidas. Un chico dorado, un grasa católico de San Isidro, aguardaba, sentado en su tabla de surf (con la mente en blanco, llena de espuma), una ondulación de la que pudiera decir: “¡Guau, qué ola!” Pero eso era algo que por el momen­to no se daba.

La contrariedad del grasa dorado era tan evidente que hasta Álvaro la sintió. Álvaro estaba formateado para lle­var de por vida la marca de su cuna {varios meses antes de su nacimiento le habían mandado hacer una cuna de ma­deras “elegidas con el corazón” después de un largo “pro­ceso de observación sensible” y trabajadas “artesanalmente desde el amor” por un farsante carpintero que hacía su ta­rea en la parte luminosa del mundo, con herramientas y materiales que no deberíamos prestar nunca a nadie), así que sintió un escalofrío, y en el acto estuvo en desacuerdo con Rocío. Fue increíble, porque ninguno de los dos había dicho nada todavía.

Rocío había captado la contrariedad del grasa incluso antes que el mismo grasa. Hay que aclarar que Rocío la hubiera captado de cualquier manera -es decir, aunque no hubiera habido ninguna contrariedad-, y que lo habría di­cho, quizá en voz baja (como si acabara de descubrirlo, no de inventarlo) y precisamente por eso la contrariedad se hubiera apoderado del grasa en el mar. El cinismo de Ro­cío hacía magia. Álvaro se había detenido al verla; ahora reanudaba la marcha.

Así, en un abrir y cerrar de ojos, estuvieron ya instala­dos en el campo de la grosería.

-¿Y vos? ¿Te haces la paja también o…?

-Yo me hago la paja todos los días. ¿Querés saber por qué?

-Dale.

-Porque me gusta.

(En ese momento hubo una ola, pero el surfista estaba distraído y la perdió.)

-Qué raro… -dijo Álvaro después de pensar un rato largo en lo que acababa de ocurrir-, ¿Sabes que nunca ha­bía venido a Punta del Este?

El sensible espontáneo activa mecanismos de escape asombrosos: va hacia el glamour cuando lo humillan.

Rocío se dio vuelta y lo miró.

-Decime, ¿vos sos boludo o te pica el culo?

-¿Por? -preguntó Álvaro.

-¿Estamos hablando de la paja y me salís con Punta del Este? ¿Dónde veraneaste el año pasado?

-En Cancún.

-¿Y nunca te hiciste la paja allá?

-Uh, un millón de veces.

-¿Y entonces qué mierda te importa si viniste o no vi­niste a Punta del Este?

Álvaro bajó la vista avergonzado y enganchó con el pulgar del pie derecho la pinza de un cangrejo muerto, su­biéndola y bajándola varias veces con el dedo, como si lo conociera y estuviera saludándolo. Todavía con la vista en el cangrejo, le preguntó la edad. Rocío le dijo que tenía 12 y que estaba harta de decirlo: ese año ya se lo habían pre­guntado más de veinte veces. Se sentó.

-Sentate -le dijo.

Álvaro se dejó caer de rodillas a su lado.

“Si yo fuera poeta”, pensó Rocío al verlo arrodillarse, “di­ría que acabo de tocar el corazón de un idiota.” Pero dijo:

-Apoya el culo que te quiero decir algo importante.

Álvaro obedeció. Le dio trabajo, pero obedeció. Cuan­do por fin estuvo sentado como ella quería, la oyó decir:

-Nunca me acosté con nadie. ¿Vos te acostarías?

-¿Con quién?

-Conmigo.

-¿Con vos?

-¡Puf! -hizo Rocío, pero no se desanimó-. Ahora yo te digo “sí, conmigo”… y vos me preguntas “¿Si yo me acos­taría con vos?”… y yo te digo “sí, si vos te acostarías con­migo”… y vos me decís “¿Cómo si yo me acostaría con vos?”… y yo te digo “Álvaro…” y me da un poco de im­presión decir tu nombre, porque no te conozco y sin em­bargo te pregunto si te acostarías conmigo…

-¿Vos querés que yo me acueste con vos?

-¿Ves lo que te digo? Sos un -parpadeó- pajero.

Se levantó, harta.

-Vos no te perdiste nada. Yo perdí una oportunidad. Chau -dijo y se fue.

Álvaro se quedó ahí parado un rato largo pensando con el lóbulo paterno que Rocío tenía algo “interesante” después de todo. Era honesta, sincera, valiente, y había que reconocer que dominaba como pez al agua la econo­mía de palabras: con apenas un puñado de frases había lle­gado al extremo de invitarlo a coger, además de sacarle que era un pajero.

Esa noche, y durante todo el día siguiente, la evitó a conciencia.

De los cuatro adultos, Érika era la única que no bebía. A pesar de ese defecto participaba de las charlas alcoholizadas de los demás, iba de buen humor a la playa con ellos, ayu­daba en la cocina, pero lo cierto es que pasaba mucho más tiempo sola, apartada. Había llevado una carpeta con gran­des hojas de dibujo y unas acuarelas y solía sentarse a la sombra de un árbol a pintar y fumar. Fumaba marihuana de la mañana a la noche. Estaba en otro mundo, de hecho infi­nitamente mejor y más sano -según ella- que el mundo de al­cohol en el que nadaban los demás. Muhabid, por ejemplo, era un hombre duro e insensible que llevaba adelante su ca­rrera de artista a fuerza de técnica y aplicación. No tenía nin­gún talento, pero le hubiera ido bien en cualquier parte. Era la gota destilada de la eficacia, la esencia misma de la ma­durez. Y a pesar de eso una tarde, en mitad de la botella, se sintió repentinamente agotado, harto de tanta conversa­ción; salió de la casa diciendo que iba a tomar un poco de aire, se metió en el bosque y oyó de pronto, amplificado, el ruido de sus pasos sobre las hojas secas: lo aturdía. Quedó inmóvil.

Entonces sintió un cosquilleo en el cuello. Era un bichito redondo, con ojos amarillos delineados en negro, un bichito obeso, inofensivo, atónito, que hacía pensar en lo inservible, en algo ajeno al ecosistema o por fuera de él. Muhabid notó que la naturaleza había provisto al insecto de una dura coraza roja para que tuviera al menos una chance de mantener a salvo su inutilidad. ¿Por qué era tan ignorante la naturaleza? Muhabid puso al insecto con cui­dado sobre el tronco de un árbol y, para no mancharse las manos con sangre, se sacó una ojota y lo aplastó. Después, mientras salía corriendo del bosque, se llevó a Érika por delante.   Muhabid  dijo  algo  ridículo,  algo  así como “¡Oop!”, rebotó y antes de caer de espaldas dio varias zancadas hacia atrás tratando de recuperar el equilibrio. Érika soltó una carcajada, pero enseguida se puso triste: la imagen de su esposo trastabillando era una más de entre las cien imágenes que en el último año le decían que ya no estaba enamorada de ese hombre. Lo ayudó a levantarse, cruzaron un par de palabras y se fueron cada cual por su lado. Érika se metió en el bosque a pintar.

Había abollado una de las hojas y ya promediaba el se­gundo fracaso cuando oyó algo que le llamó la atención. Se levantó, zigzagueó un poco por entre los árboles y sor­prendió a Álvaro masturbándose de pie, con la malla en las rodillas y un dedo metido en el culo. Fue ese dedo lo que la hizo llamar:

-¡Álvaro!

Se arrepintió en el acto.

El pobre Álvaro ni la miró. Ni siquiera se movió. Quizá cambió milimétricamente la posición del cuerpo, pero lo cierto es que se las ingenió para adoptar el aire inocente y en babia del que orina, y dijo con voz tranquila:

-Ya voy…

Milagrosamente, logró apoyar la ficción con un chorro de pis.

Lo único raro era el dedo en el culo.

Érika no pudo soportarlo. Dio media vuelta y se fue.

Entró a la casa con palpitaciones. Nadie lo notó y ella no dijo nada. Esa noche, durante la cena, debió esforzar­se para no mirar a su hijo; de pronto no quería hacer otra cosa que mirarlo. Hay que reconocer que no es lo mismo para una madre, por más culta y sensible que sea, ver a su hijo masturbándose que verlo humillado con un dedo en el culo mientras suben y bajan sin posarse nunca los velos del simulacro. Álvaro, por su parte, se metió más que nun­ca en la charla de los mayores, recordándoles dónde esta­ban cada vez que perdían el hilo, e incluso atreviéndose a censurarlos si se ponían cínicos o maliciosos. Estaba segu­ro de que no había salido bien parado del episodio con su madre, pero tenía la esperanza de borrar el impacto de la escena con una buena dosis de naturalidad.

Rocío lo observaba y le parecía más estúpido que nunca. Al otro día en la playa se lo hizo saber. Los adultos comían choclos; Álvaro estaba en la orilla haciéndole monerías a un extraño, un bebé de menos de un año de edad que lo mira­ba inmóvil, sentado en la arena como un muñeco de goma al borde del llanto. Rocío se había pasado buena parte de la mañana azotando el aire con una vara de mimbre que había traído de la casa: le encantaba el sonido. Con esa va­ra le tocó un hombro.

-Álvaro -le dijo-, ¿vos sos siempre así?

Álvaro hizo un movimiento brusco, con la intención de atrapar al bebé, que se caía de costado, pero un hombre rojo con malla blanca y gorro azul, como la bandera de Francia, le ganó de mano. Después dijo:

-¿Así cómo?

-Como hoy en la mesa. Te la pasaste diciendo boludeces. ¿Pensaste en lo que te dije? ¿Querés acostarte conmi­go sí o no?

-No.

-¿Por qué?

-Porque sos muy chica.

-¿Y qué tiene?

-Yo tengo 15 años… Además vos a mí no me bancas.

-Es verdad. Por eso quiero hacerlo con vos. Porque quie­ro perder la virginidad pero no quiero enamorarme -y se rió.

-Vos estás mal de la cabeza…

-No. Me río, pero te juro que es verdad. Yo jamás me podría enamorar de alguien como vos.

-Ni yo de vos.

Rocío negó en silencio con la cabeza, de golpe triste.

-”Ni yo de vos” -murmuró-. ¿Cómo vas a decir eso?

-Lo dijiste vos.

-Decirlo está bien, pero repetirlo… -su tono era de decep­ción-. Me decís que no te podés acostar conmigo porque sos mucho más grande que yo y después repetís lo que digo…

-¿Sabés qué creo yo? -dijo Álvaro. Ahora estaba indig­nado-. Yo creo que hay gente que está en este mundo so­lamente para que el mundo sea cada día un poquito peor de lo que es, y que vos sos una de esas personas.

Tomó aire.

Rocío no. Rocío lo miró y sus labios se entreabrieron lentamente, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Álvaro, cuya sensibilidad crecía a cada momento, como un cáncer, sintió que había sido injusto, demasiado duro con ella. Alzó una mano para empezar una disculpa, pero en ese momento Rocío dijo:

-No puedo creer la grasada que dijiste. Te juro por mi madre que nunca oí una cosa así. Es la cima, Álvaro. Si al­guien te pregunta dónde estás, vos decí que estás en la ci­ma. No importa la cima de qué. Vos decí que estás en la cima y vas a ver que todo el mundo te entiende.

Álvaro dejó caer la mano.

-Insoportable… -dijo.

Mientras Rocío se alejaba, a Álvaro se le cruzaron por la cabeza un montón de supersticiones propias del sensi­ble espontáneo: que la gente inteligente es progresista en política, que cualquier persona merece ser escuchada, que en todas partes hay poesía, que en esencia el ser humano es bueno y que los chinos son los mejores acróbatas del mundo, entre otras. Fue como si, para no derrumbarse, re­pasara o tanteara los cimientos sobre los que creía estar en pie. Y lo hizo tan bien que tuvo una erección.

Era demasiado. Aprovechando el impulso, salió en bus­ca de Rocío.

Estaba tan furioso que abrió sin ruido la puerta de su cuarto. Rocío lloraba boca abajo sobre la cama. Tenía la cara hundida en la almohada y empujaba su cabeza hacia abajo con las manos enlazadas sobre la nuca, como si qui­siera hundirla todavía un poco más.

Álvaro, que había venido volando, frenó en seco y sus pies se posaron lentamente en el suelo. No era lo que espe­raba encontrar; no era el momento de devolver la bofetada, pero tampoco tenía ganas de consolarla. Así que empezó a dar la vuelta, decidido a irse. Entonces Rocío dijo:

-¡Quedate ahí!

Era una orden.

Rocío lloró un momento más. Álvaro, mientras tanto, permaneció allí de pie, mudo como una estaca, mirándola. Le llamó la atención el llanto de Rocío, que resultaba des­garrador aun sin recurrir al espectáculo. Quizá el llanto le había llamado la atención no por ser genuino sino por el hecho de que Rocío era como el Frankenstein de un esteta perverso, un monstruito facetado, un… Hum, se dijo. La cola no estaba del todo mal… Si uno limitaba el campo de observación a la marca rojiza de la silla sobre la que había estado sentada un momento antes y que cortaba sus pier­nas por la mitad, si uno miraba hasta allí, sin pasarse ni un centímetro, era realmente una linda cola. Le gustaron tam­bién las pantorrillas y las plantas de los pies, suaves y blan­cas, pero el efecto del conjunto cola-piernas arruinaba la cola o las piernas, y Álvaro eligió la cola. Incluso extendió hacia ella una mano. Rocío dijo con voz de adivina:

-¿Me vas a tocar?

No era una pregunta: era un pedido, casi una súplica.

Álvaro se solidarizó con ella sin conmoverse. Dio un pa­so adelante, suspiró -como si se tratara de un trabajo que alguien debía hacer después de todo- y se acostó a su lado.

Entonces pasó algo extraordinario.

Rocío se puso de rodillas, metió la punta de los dedos entre la cama y la espalda de Álvaro y con una leve presión hacia arriba le dio a entender que lo quería boca abajo. Álvaro estaba de pronto tan excitado que no pudo hacer otra cosa más que obedecer. Se dio vuelta… cerró los ojos… Rocío estiró un brazo por encima de la espalda de Álvaro, presionó el botón play del equipo de música y en el acto arrancó un tema de Enrique Iglesias.

-¿Quién es? -preguntó Álvaro en un hilo de voz.

-Shh… -dijo Rocío.

Y empezó a bajarle la malla. Lo hizo muy despacio, ju­gueteando. La malla se atascó en mitad de las nalgas y Álvaro se arqueó para que Rocío terminara de bajarla, has­ta que el culo quedó completamente al aire. El slip, como una red de pesca, había capturado una pija, dos pelotas y una raya y se resistía a soltarlos, pero a Rocío le bastó con un suave tirón para liberar a esas presas exquisitas. Álvaro de­jó escapar un gemido obvio, de placer. Rocío, de rodillas en­tre las piernas abiertas de Álvaro, se puso a acariciarle la raya del culo con un dedo, moviéndolo suavemente arriba y abajo.

-La puerta… -pidió Álvaro en un murmullo agónico-, cerrá la puerta…

-No, dejá, así escuchamos si viene alguien… -le dijo Rocío sin dejar de acariciarlo.

Álvaro estaba en el cielo. La boca entreabierta… los pár­pados llenos de estrellas… Dudaba sobre si debía darse vuelta y penetrarla de una vez por todas o seguir el impul­so de quedarse así. Quedarse como estaba era un impulso, sin duda, porque había resuelto que debía darse vuelta y penetrarla y no podía, no tenía fuerzas para cambiar de posición. Alcanzó a pensar “Esta chica sabe lo que hace”, y se entregó.

Eran vírgenes los dos. Y lo notaban. Cada cual, a su modo, notaba su propia virginidad, como expertos sin ex­periencia, por lo fácil que les resultaba todo: no había que hacer nada aparte de dejarse llevar.

Pero Álvaro se había excedido. En poco menos de cin­co minutos de caricias ya estaba en cuatro patas agitando el culo en alto como una bandera. Cualquier otra mujer, incluso otra chica de la edad de Rocío, se hubiera sentido decepcionada. Rocío no. Rocío se pasó literalmente la len­gua por los labios, descorrió con un dedo el slip de su tra­je de baño (dejando al aire una pijita inescrupulosamente rosa, de un rosa enharinado) y avanzó de rodillas sobre la cama hacia el culo del idiota.

Lo que sintió Álvaro con el primer contacto fue casi tan intenso como lo que sintió cuando oyó la voz de Kraken -el sensible espontáneo se calienta mucho menos de lo que se asusta-:

-¡Chicos!

Ellos, por supuesto, dieron un salto, y por un momento (antes de correr desordenadamente en busca de algo con qué taparse) le apuntaron con sus lanzas. Hay que decir que Rocío, ágil como era, le apuntó un poco más, porque Álvaro tardó en reaccionar y durante unos cuantos segun­dos quedó solo sobre la cama con el culo para arriba, una imagen de sí mismo que lo perseguiría hasta la tumba.

Mientras tanto (es increíble la cantidad de cosas que pueden registrarse en los momentos más triviales de la vida de un hombre) Kraken trastabillaba. Si en ese mo­mento hubiera habido un cardiólogo presente… Yo sé que lo del cardiólogo en el cuarto es disparatado, pero me juego la cabeza a que el cardiólogo hubiera dicho que lo de Kraken era un infarto. ¡Y al mismo tiempo nada más equivocado! Porque Kraken se llevó una mano a la garganta y se puso blanco, sí, pero le bastó retroceder un paso para abandonar el cuarto.

A los chicos no, a ellos les llevó todo el día. Ellos sí que la pasaron mal.

Un minuto después de haberlos descubierto, Kraken le servía un whisky a Érika. -¿Hielo?

-¡Kraken! -dijo Érika, divertida-. ¡Yo no tomo! -¿Te pasa algo, Kraken? -le preguntó su esposa Suli desde el sofá.

Él dijo que no y preguntó por qué. -A mí hoy al mediodía me ofreciste un porro. ¿No sa­bes que yo no fumo?

Muhabid, que seguía la escena desde la puerta mientras se sacaba la arena de los pies, se dio cuenta de que las mu­jeres habían empezado a competir. Mentalmente, se persig­nó. Podían llegar a ser extremadamente ridículas e hirientes. Por su parte, Kraken, al oír el gritito de Érika diciendo “¡Yo no tomo!”, y mientras miraba cómo el obsesivo de Muhabid se daba en los pies muchísimas más palmadas de las necesa­rias, reconoció que el malestar que sentía estaba relaciona­do con Muhabid y Érika y no tanto con lo que acababa de ver en el cuarto. Había llegado la hora de ser cobarde: ja­más le contaría a Suli, ni a nadie, lo que había visto. Siem­pre había sabido que eso iba a ocurrir, estaba preparado y podía arreglárselas solo. Después de todo, ¿qué tenía de inquietante que su hija hermafrodita y menor de edad le rompiera el culo al hijo de su invitado? Pensando en ellos se sintió mejor. Realmente no los soportaba más.

Pasaban cosas a una velocidad asombrosa. El pudor de Érika, que huía de la mirada de Álvaro desde la escena en el bosque, había envejecido alucinatoriamente a la luz del último episodio. El interés por el otro se redujo primero a cortesía y después a mera conversación (con permanentes relámpagos de odio explícito allá y aquí). Lo único que es­taba en armonía era el hecho de que todo era mutuo.

De un momento a otro Muhabid y Érika se irían de allí. Eran gente civilizada, perceptiva, llena de buenas excusas, pero estaban todavía un poco atontados por la sorpresa: Suli y Kraken les habían resultado siempre muy interesan­tes. ¿Por qué ahora no los soportaban?

Rocío sabía que esa era una pregunta simple y que los padres de Álvaro se la responderían pronto y se irían rápi­damente de allí, pero ella vivía ajena a todo. ¿Qué le im­portaba? ¡Que se fueran!

Se había enamorado.

Álvaro, en cambio, la perseguía con una tenacidad que daban ganas de matarlo. La miraba, la escuchaba, le habla­ba, la buscaba, le sonreía, la esperaba, la entendía. Rocío no sabía cómo hacer para sacárselo de encima. En general le daba vuelta la cara y sacudía una mano en el aire, como si Álvaro fuera una mosca. Lo más amable que hacía era mirarlo fijo y negar lentamente y en silencio con la cabeza.

Álvaro andaba enloquecido. Nunca había estado tan caliente.

-¿Qué te pasa, por qué me rechazas así? -le preguntó una tarde después de haberla corrido y arrinconado con­tra un pino.

Rocío se cruzó de brazos y lo miró un momento como estudiándolo.

-Vos lo único que querés es coger, ¿no? -le dijo.

Todo su cinismo había sido barrido de un plumazo. Sí, por amor.

-Para nada -dijo Álvaro, todavía agitado por la carrera-. ¿Por qué pensás eso?

-No sé, me parece… -dijo ella.

-Y después de todo qué, ¿vos no? -le preguntó Álvaro.

-¿Yo no qué?

-¿Vos no querés?

-Sí -dijo Rocío-. Pero no lo voy a hacer.

-¿Y por qué no? Si querés.

-Porque lo único que querés vos es eso.

-¡No! -dijo Álvaro y echó un vistazo a izquierda y de­recha, más para darse tiempo de pensar que porque creye­ra que alguien podía verlos-. A mí me pasó algo con vos…

(Por el momento eso fue lo único que se le ocurrió.)

-No te creo nada -dijo Rocío.

-No, en serio, créeme. Y te digo más: antes no te aguantaba, me parecías insoportable. Listo, te lo quería decir. Pero ahora…

-Déjame -dijo Rocío.

-Espera, no te vayas… -Soltame.

Álvaro la había agarrado de un brazo. -¿Qué fue lo que pasó? ¡La estábamos pasando tan bien! Escúchame, Rocío… Dame un beso… Ok, ok, escúchame… Te juro por Dios y por mi madre que es verdad que algo me pasó… No sé, nunca me había pasado una cosa así… -Basta -dijo Rocío.

Se desprendió de Álvaro y se echó a correr hacia la casa. Álvaro amagó seguirla, pero desistió al ver a pocos metros de allí, en el jardín, a sus padres discutiendo. Ha­blaban en susurros pero hacían gestos ampulosos, dan­do la impresión de que discutían sin sonido. Así que cambió el paso.

A mitad de camino cambió también la dirección; Kraken se le venía de frente. Fingió haber visto alguna cosa en el suelo, fue hacia allí, se inclinó, la tocó con un palo, la alzó en su mano, se incorporó, volvió sobre sus pasos y la arro­jó con fuerza hacia el bosque. A su regreso, la discusión de sus padres continuaba, pero ahora se les había unido Kra­ken. Los tres agitaban los brazos como asteriscos, emitiendo un sonido de chisporroteo eléctrico que no se interrumpió ni siquiera cuando él pasó por allí, aunque su madre y Kraken giraron las cabezas para seguirlo con la vista.

Buscó a Rocío por toda la casa, hasta en los baños. Pre­cisamente desde el interior del segundo baño le llegó la voz aflautada de Suli diciéndole que Rocío acababa de salir. Álvaro fue a la playa y caminó arriba y abajo buscándola, pero la vio de nuevo recién a la noche, durante la cena. Ro­cío había pasado el resto del día en compañía del hijo de un vecino que acababa de llegar a Punta del Este y lo había traí­do a comer. Se llamaba Rosendo, tenía 14 años y una cara de imbécil que rajaba la tierra. Era obvio que había recibido la educación justa para triunfar: se mantenía en un silencio despectivo, ni espeso ni ausente, y precedía sus frases con un gesto que lo decía todo, de manera tal que sus palabras so­naban redundantes, tranquilizadoras. Sabía a la perfección que lo que importaba era el timbre, el tono, la cadencia y la actitud, jamás el concepto. Y lo hacía muy bien. Álvaro es­taba convencido de dos cosas; una, que en algún momento de su vida Rosendo dominaría una parcela del mundo; otra, que Rocío lo había invitado a comer para darle celos a él. Se sonrió. Si Rocío quería darle celos era porque él le importa­ba. Lo que no entendía era por qué Rosendo lo miraba así. Lo supo esa misma noche, después de la cena. Rosendo se le acercó de golpe y le dijo:

-Si le contás a alguien el secreto de Rocío te mando matar.

-¿Qué secreto? -le preguntó Álvaro a Rocío un par de horas después. Todavía tenía acelerado el corazón-. ¿Hi­ciste el amor con él?

Eran las once de la noche. Rocío estaba acostada. Álvaro se había metido en el cuarto en puntas de pie y se había sentado en el borde de la cama. Llevaba puesto na­da más que un calzoncillo boxer blanco.

-Contéstame, ¿hiciste el amor con él? -repitió Álvaro-. ¿Te acostaste con él y conmigo no querés?

El calzoncillo blanco era lo único que se veía de Álvaro en la oscuridad del cuarto, pero él igual adoptó un aire ca­sual mientras estiraba una mano en dirección a la entrepier­na de Rocío. La mano se deslizaba lentamente en el aire, a centímetros de la manta, sin rozarla, modificando incluso la altura de acuerdo a los desniveles del terreno. El plan de vuelo incluía un brusco descenso más adelante.

-No te importa.

-Me dijiste que eras virgen…

-Te mentí.

-¿Y entonces? ¡Con más razón! Si no sos virgen qué problema tenés, acostate conmigo también y listo… -dijo Álvaro con la mano ya sobre el objetivo.

Pero entonces Rocío exclamó:

-Estúpido, estúpido -se puso boca abajo y empezó a llorar.

-¿Qué pasó?

-Andate…

-¿Qué te dije?

Silencio. Llanto apagado.

-Rocío… no sé… perdoname… ¿qué fue lo que te puso así? , -¿Querés hacer el amor conmigo? -preguntó Rocío po­niéndose de nuevo boca arriba sobre la cama. Ya no lloraba.

A Álvaro la pregunta lo sorprendió.

-¿Acá? -dijo.

Ya se habían acostumbrado a la oscuridad y empeza­ban a verse los gestos de duda y asentimiento. Rocío dijo que sí con la cabeza. Álvaro frunció el ceño y echó apenas la cabeza hacia atrás. Dios mío, era lo que más deseaba en la vida y justo ahora que se lo ofrecían le parecía inapropiado el lugar. Sus padres (los padres de Álvaro) dormían en el cuarto de la izquierda y los de Rocío en el cuarto de la derecha. Se sintió rodeado.

-Sácala -le dijo Rocío.

-Qué.

-Sácala -repitió Rocío.

Álvaro entendió que decir dos veces “sacala” quiere de­cir “eso”.

Por las dudas, se miró.

-Dale -insistió Rocío.

Álvaro pensó que Rocío se la iba a chupar. La idea no lo entusiasmaba mucho que digamos, pero no podía decir que fuera un mal comienzo.

Y, a pesar de los ronquidos y silbidos y toses de los pa­dres, la sacó.

-Dale.

-¿Dale qué?

-Hacete.

-¿Que me haga…?

-¡La paja, nene!, ¿qué va a ser?

-¿Vos querés que yo me haga la paja?

Por un momento el calzoncillo de Álvaro hizo juego con los ojos en blanco de Rocío.

-Es lo único que podemos hacer acá.

-Pero Ro…

-No me digas Ro. Dale, no seas boludo, si te morís de ganas…

-Nunca me pidieron esto…

-Nunca quisieron verte. Yo quiero verte.

-Cerrá los ojos…

-¿Y qué gracia tiene?

-Déjame tocarte… -rogó Álvaro.

-No, puede entrar alguien.

(Silencio.)

-¡Dale!

-¿Y si mejor me la haces vos?

-Ándate, Álvaro. Me tenés harta.

-Bueno, está bien, está bien -dijo Álvaro. Se agarró la pija con la mano derecha, hizo una pausa, pensó si lo que iba a hacer estaba bien o mal, y acto seguido se masturbó a la velocidad del rayo. Después dijo:

-Ahora vos.

Rocío no lo podía creer.

- ¿Así te haces la paja? -le preguntó.

-Sí, no sé, qué se yo, dale -dijo Álvaro apurado-, te to­ca a vos.

-Ni loca.

-No me cagues. Habíamos quedado en eso.

-No es verdad.

-¿No dijimos que yo me hacía la paja primero y des­pués te la hacías vos?

-No.

-Bueno, igual. Te toca.

-No, no me toca nada.

-¿Querés que te la haga yo?

-¡Ni en pedo!

-¿Por?

-Porque no quiero, mirá qué simple.

-Es injusto…

-¿Qué tiene que ver la justicia acá?

-Entonces me hago otra yo, pero me la haces vos -dijo Álvaro con la sintaxis a flor de piel.

-¿Te das cuenta de lo grosero que te pusiste en estos días? -le preguntó Rocío.

-Y qué importa. ¿Me dejas que te vea?

-Basta.

-Dejame verte un cachito, nomás. Un minuto.

Rocío bostezó.

-Tengo sueño… -dijo.

-Yo estoy más fresco que una lechuga…

-En serio, Álvaro, quiero dormir, es tarde.

-¿Qué te pasa conmigo?, ¿por qué me tratás así? Me decís que querés hacer el amor conmigo y cuando yo quie­ro vos no querés…

-Histeria.

-No me jodas. Dame algo aunque sea… no sé…

-Estás tan caliente que das lástima. ¿No te das cuenta de que yo me enamoré de vos? Te dije que quería acostarme con vos porque estaba segura que nunca me iba a enamorar de al­guien así, pero me equivoqué. Y sufro. Y sé que si te doy el gusto me voy a enamorar más y voy a sufrir más y no quiero.

-Le tenés miedo.

-¿A qué?

-AI amor, a qué va a ser.

-Sí.

-No le tengas miedo…

-No, no le tengo miedo al amor. Tengo miedo de sufrir, de sufrir más que ahora. Yo no soy una chica normal…

-No digas eso.

-Es la verdad. Lo sabes. No quiero. Ándate a dormir, por favor, déjame sola.

-Rocío…

-Mira -dijo Rocío incorporándose de pronto en la ca­ma y clavándole los ojos inyectados en sangre-, o te vas ya mismo o te juro por Dios que grito.

-¡Epa! -dijo Álvaro, asustado.

No dijo nada más.

Se levantó, fue a su cuarto, se metió en la cama, medi­tó unos segundos en lo que había ocurrido y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos había sol y él tenía una cáscara tirante en el mentón. Estaba angustiado. No se levantó en­seguida; se quedó pensando. Mientras quitaba la cáscara con los dedos repasó lo que había hecho en el cuarto de Rocío la noche anterior y, yendo un poco más atrás en el tiempo, la amenaza de Rosendo, la cena, la discusión de sus padres en el jardín… Un momento. La cena. Ahí había algo. ¿Qué había en la cena?

Jamón con melón.

Pollo frito, salsa de arándanos.

Endibias y remolachas.

Vino blanco, vino negro, peras, helados, mucho vino.

Nunca, desde la llegada a la casa, habían comido tan bien ni habían sido tan bien tratados. La charla, incluso, saltó como un engranaje y se puso a girar alrededor de na­da -anécdotas, anécdotas dramáticas, risueñas-: por pri­mera vez en once o doce días de convivencia eran todos sinceros. Qué bien que la estaban pasando.

Qué bien que la estaban pasando.

-El otro verano fuimos a una islita en Brasil. Muhabid, Álvaro y yo, y un amigo de Álvaro que, bueno, tiene un problemita mental y…

-Ocho años mental, como mucho -acotó Muhabid-, pero Álvaro lo adora.

Todos miraron a Álvaro y le sonrieron complacidos (mientras Rosendo lo miraba fijo y Rocío se reía por lo bajo).

-El amiguito de Álvaro… ¿te acordás, Álvaro? -siguió Érika-, tuvo un retroceso. Imagínense: tiene la mentalidad de un chico de ocho años y encima le da un retroceso. ¡Y es­tábamos en una isla! No saben lo que era esa isla…

-Estaba llena de putos -acotó Muhabid.

-¡Y cómo se divertían! -exclamó Érika.

-¿Por qué será que los putos se divierten así? -se preguntó Suli-. Yo soy amiga de unos cuantos putos muy inteligen­tes, que deberían estar angustiados, y sin embargo…

-Quién sabe -dijo Muhabid.

-Así que con este amiguito de Álvaro encima… hum… no se nos hacía muy fácil que digamos “disfrutar de la vida”, como dicen los chicos -siguió Érika. Los chicos se miraron: nunca habían dicho una cosa así-. La veíamos pasar. Todo el tiempo la veíamos pasar. Nos moríamos de ganas de me­ternos en el quilombo y sin embargo no pudimos hacer otra cosa más que verla pasar. Tomo tu pregunta, Suli. Realmen­te: ¿por qué será que los putos se divierten así? ¿No es cier­to, Muhabid, que nos preguntábamos todo el tiempo eso?

Muhabid tenía un vaso de vino en la boca, pero igual asintió.

-Vi matrimonios con dos y hasta con tres chicos a upa mirando la fiesta de costado y les juro que me sentí como ellos, o peor…

-Te morías de ganas, eh -le dijo Kraken con una sonri­sa dudosa.

-Créeme que sí -dijo Érika-. Y no solamente yo… -aña­dió mirando de reojo a Muhabid, que no se sintió aludido, aunque allá en la isla había hecho varios papelones-. Música todo el día, porro, sexo, alcohol, poca charla, mucha mi­rada. Estaba todo en el mero plano de la onda.

-¿Mero? -dijo Muhabid-. ¡Eso era puro desenfreno!

-Qué feo que te pase una cosa así -comentó Suli-. Uno ahí lleno de hijos, o con un invitado mogólico, como te pa­só a vos, y ellos bailando ajenos a todo. No, no es justo, qué querés que te diga.

-Estuve una semana pensando cuál sería el castigo ideal para los putos y te juro que no lo encontré. ¡Son in­vulnerables!

-Yo les prohibiría el equipo de música -dijo Kraken. Y todos, incluidos Rocío y Rosendo, estallaron en carcajadas.

¿Por qué de pronto la pasaban tan bien?, se pregunto Álvaro, todavía en la cama. ¿Habían ido al Casino, habían ganado? ¿Qué se traían entre manos? (Tenían -aparte de copas y cuchillos, aparte de vajilla- algo en las manos) Si.

Sí.

Álvaro repitió “sí” unas tres o cuatro veces y noto que nunca (en el tiempo que llevaban allí) había oído a nadie usar esa inocente palabrita capaz de cortar el paso a la ar­gumentación más sólida y mejor articulada del mundo. “Sí”. Qué curioso, se dijo. Ahora que lo entendía todo, “sí” era de pronto un monosílabo triste.

Sus padres y los padres de Rocío la habían pasado tan bien esa noche por la sencilla razón de que estaban despi­diéndose. No se toleraban más. Habían bajado la guardia. Era hora de irse. Irse hasta quién sabe cuándo, quizá para siempre. La idea de irse sin haber consumado… la idea de ir­se sin haber resuelto su… No pudo continuar. Estaba seguro de que si seguía adelante iba a chocar con su sexualidad, y a él lo apremiaba -y angustiaba- otra cosa: coger o no coger.

Saltó de la cama (la erección de la noche anterior se di­solvió recién entonces) y fue corriendo hasta el living. Te­nía razón. Su madre acomodaba una valija al lado de otra mientras su padre, ajeno al esfuerzo de la esposa, ensaya­ba en voz baja un agradecimiento imposible. Se le notaba en la tensión del cuerpo que no iba a decirlo bien. Tenía la cara contraída y daba un puñetazo tras otro a cada pala­bra, incapaz de decir “gracias” sin haber luchado.

-Qué, ¿se van? -dijo Álvaro.

-¿Nos vamos? ¿Por qué, vos te querés quedar? -le preguntó Érika con ironía. Había arrastrado la valija de un obsesivo y estaba agotada, pero aun así mantenía la ironía intacta.

-¿Qué pasó?

-Te cuento en el barco -le dijo el padre.

-Pero cómo, ¿no nos quedábamos hasta el 7? -preguntó el inconsciente de Álvaro.

-No. Vamos, vestite y vamos que tu madre está tratan­do de despertarte desde hace rato. A las diez y media sale el barco. Si lo pierdo, Álvaro… te juro que si lo pierdo por culpa tuya te…

Sí, mejor no lo decía.

A las ocho y media iban los seis en el auto de Kraken. Era temprano todavía, pero la ruta ya estaba llena de es­pejismos.

Muhabid y Érika iban adelante. Néstor, Suli y Álvaro iban atrás. Rocío iba en el medio: el trasero en el asiento de atrás y la cabeza en el de adelante. Nadie decía nada. Hasta la radio estaba apagada.

Durante el viaje Álvaro fantaseó en más de cien opor­tunidades con sacar una pistola, asesinar a sus padres y a los padres de Rocío, agarrar el volante, detener el auto y violar a la chica con la boca, con la mano y con el culo, pero entonces los ojos se le llenaban de lágrimas… y ade­más no sabía manejar.

Se reprimió tanto durante el viaje que cuando por fin llegaron al puerto le costó salir del auto. Érika bajó las va­lijas, Muhabid y Kraken intercambiaron chistes cortos, Suli le señaló a Rocío una horrible canastilla de mimbre en un puesto turístico después de haberla salvado de pisar un vómito diez metros atrás, y Álvaro todavía seguía ahí sen­tado. No podía creer que estuviera yéndose. “Me rompió la cabeza”, “no sé cómo voy a salir de ésta”, y “la puta madre que los parió” eran las frases que más se habían ce­bado con él. Sentía, incluso, que era otro, y no precisa­mente mejor.

-¡Álvaro, vamos!, ¿qué haces? -gritó su padre entre un chiste y otro.

Recién entonces Álvaro bajó del auto.

En un puestito de flores, a un costado de la Aduana, mientras los cuatro padres se daban abrazos y besos fal­sos, alcanzó a Rocío, que volvía del baño silbando como un hombre.

-Rocío -le dijo Álvaro agarrándola de un brazo. Esta­ba agitado, no porque hubiera corrido sino porque tenía poco tiempo-. ¿Qué pasó?

-Ya te lo dije: el amor. Me enamoré.

-¿Y cómo estás tan tranquila entonces? ¿No ves que me voy? ¿Por qué no quisiste hacer…?

Rocío lo interrumpió:

-Es una injusticia que yo me haya enamorado y vos no. Una injusticia con vos. Te lo perdiste. No sabés lo fuerte que es -le dijo.

-¡Álvaro! -llamó su madre desde lejos.

Álvaro miró a su madre y nuevamente a Rocío a la ve­locidad del rayo.

-Por favor… mostrame… -le dijo-. Antes de irme… de-jame ver…

Rocío se sonrió. La idea pareció divertirla, aunque en verdad la demolía. Echó un rápido vistazo a su alrededor. Después retrocedió un paso hacia la esquina del edificio para quedar fuera de la vista de sus padres, y le mostró. Levantó la pollera con una mano… bajó la bombacha con el pulgar… Fue un segundo.

-Dios… -alcanzó a decir Álvaro.

Rocío soltó la bombacha. La pollera cayó de nuevo so­bre sus muslos.

Muhabid apareció de pronto (enojado, enojadísimo) y lo agarró del pelo.

-¡Te dije que si pierdo el barco…! -dijo y se lo llevó a la rastra.

Eso fue todo.

Rocío oyó la voz de su madre a lo lejos, llamándola (“¡Rocío, que se van!”), pero no se movió de allí hasta un par de minutos después. Salió de su escondite sólo cuando estuvo segura de que Álvaro se había ido.

Entonces corrió, alcanzó a sus padres y se puso entre ellos. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

-¿Dónde estabas? -le preguntó Suli.

Rocío no dijo nada.

Mientras caminaban los tres de vuelta hacia el auto, agarró el brazo izquierdo de su padre y se lo echó sobre los hombros.

Sergio Bizzio